"El hombre..corto de días y hastiado de sinsabores" Job 14:1

Puede sernos muy útil, antes de conciliar el sueño el recordar este triste hecho, pues nos enseñará a desprendernos de las cosas terrenales. No hay, en verdad, nada agradable en recordar que no estamos libres de los dardos de la adversidad, pero ese recierdo puede humillarnos y evitar que nos jactemos, como lo hizo el salmista cuando dijo: "No seré jamás conmovido"(Sal. 30:6). Ese recuerdo puede también impedir que nos arraigumos demasiado en este suelo del cual muy pronto tendremos que ser trasladados al Edén celestial. Recordemos cuán breve es nuestra posesión de los favores temporales. Si tuviésemos presente que todos los árboles de la Tierra están marcados por el hacha del leñador, no haríamos tan prontamente nuestros nidos sobre ellos. Debemos amar, sí, pero con el amor que aguarda la muerte y no olvida la separación. Nuestros seres queridos no son sólo prestados y la hora en que tendremos que devolverlos al prestamista puede estar cercana. Lo mismo podemos decir de nuestros bienes terrenales. No toman las riquezas alas y vuelan? Nuestra salud es igualmente precaria. Frágiles flores del campo, no debemos pensar que floreceremos para siempre. Hay un tiempo señalado para la debilidad y la enfermedad en el que tendremos que glorificar a Dios mediante el sufrimiento, y no mediante la febril actividad. No hay siquiera un solo punto de la vida que pueda verse libre de afiladas flechas del dolor; de los pocos días con que contamos, no hay solo un exento de pesar. La vida del hombre es un tonel lleno de amargura. El que en ella busca gozo sería mejor que buscara miel en un océano de salmuera. Querido lector, no pongas tus afectos en las cosas de la Tierra. Busca más bien las cosas de arriba, porque aquí la polilla corrompe y los ladrones minan y hurtan, pero allí todos los goces son perpetuos y eternos. La senda de la aflicción es el camino al hogar. Señor, haz de este pensamiento una almohada para muchas cabezas fatigadas.

Lectura Vespertina del 10 de Marzo - por Charles H. Spurgeon

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